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domingo, 15 de agosto de 2010

Para acabar con las películas de terror. El conde Drácula / Woody Allen

En algún lugar de Transilvania yace Drácula, el monstruo, durmiendo en su ataúd y aguardando a que caiga la noche. Como el contacto con los rayos solares le causaría la muerte con toda seguridad, permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso que lleva sus iníciales inscritas en plata. Luego, llega el momen­to de la oscuridad y, movido por un instinto milagroso, el demonio emerge de la seguridad de su escondite y, asumiendo las formas espantosas de un murciélago o un lobo, recorre los alrededores y bebe la sangre de sus víctimas. Por último, antes de que los rayos de su gran enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se apresura a regresar a la seguridad de su ataúd protector y se duerme mientras vuelve a comenzar el ciclo.

Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus cejas res­ponde a un instinto milenario e inexplicable, es señal de que el sol está a punto de desaparecer y que se acerca la hora. Esta noche, está especialmente sediento y, mientras allí descansa, ya despierto, con el smoking y la capa forrada de rojo confeccionada en Londres, esperando sentir con espectral exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de abrir la tapa y salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada. El panadero y su mujer, reflexiona. Suculentos, disponibles y nada suspicaces. El pensamiento de esta pareja despreocupada, cuya confianza ha cultivado con meticulosi­dad, excita su sed de sangre y apenas puede aguantar estos últimos segundos de inactividad antes de salir del ataúd y abalanzarse sobre sus presas.

De pronto, sabe que el sol se ha ido. Como un ángel del infierno, se levanta rápidamente, se metamorfosea en murciélago y vuela febrilmente a la casa de sus tentadoras víctimas.

—¡Vaya, conde Drácula, qué agradable sorpresa! —dice la mujer del panadero al abrir la puerta para dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma humana, entra en la casa ocultando, con una sonrisa encantadora, su rapaz objetivo.)

—¿Qué le trae por aquí tan temprano? —pregunta el pana­dero.

—Nuestro compromiso de cenar juntos —contesta el conde—. Espero no haber cometido un error. Era esta noche, ¿no?

—Sí, esta noche, pero aún faltan siete horas.

—¿Cómo dice? —inquiere Drácula echando una mirada sor­prendida a la habitación.

—¿O es que ha venido a contemplar el eclipse con nosotros?

—¿Eclipse?

—Así es. Hoy tenemos un eclipse total.

—¿Qué dice?

—Dos minutos de oscuridad total a partir de las doce del me­diodía.

—¡Vaya por Dios! ¡Qué lío!

—¿Qué le pasa, señor conde?

—Perdóneme... debo...

—¿Qué, señor conde?

—Debo irme... Hem... ¡Oh, qué lío!... —y, con frenesí, se aferra al picaporte de la puerta.

—¿Ya se va? Si acaba de llegar.

—Sí, pero, creo que...

—Conde Drácula, está usted muy pálido.

—¿Sí? Necesito un poco de aire fresco. Me alegro de haberlos visto...

—¡Vamos! Siéntese. Tomaremos un buen vaso de vino juntos.

—¿Un vaso de vino? Oh, no, hace tiempo que dejé la bebida., ya sabe, el hígado y todo eso. Debo irme ya. Acabo de acordar­me que dejé encendidas las luces de mi castillo... Imagínese la cuenta que recibiría a fin de mes...

—Por favor —dice el panadero pasándole al conde un brazo por el hombro en señal de amistad—. Usted no molesta. No sea tan amable. Ha llegado temprano, eso es todo.

—Créalo, me gustaría quedarme, pero hay una reunión de viejos condes rumanos al otro lado de la ciudad y me han encargado la comida.

—Siempre con prisas. Es un milagro que no haya tenido un infarto.

—Sí, tiene razón, pero ahora...

—Esta noche haré pilaf de pollo —comenta la mujer del panadero—. Espero que le guste.

—¡Espléndido, espléndido! —dice el conde con una sonrisa empujando a la buena mujer sobre un montón de ropa sucia. Luego, abriendo por equivocación la puerta de un armario, se mete en él

—. Diablos, ¿dónde está esa maldita puerta?

—Ja, ja! —se ríe la mujer del panadero—. ¡Qué ocurrencias tiene, señor conde!

—Sabía que le divertiría —dice Drácula con una sonrisa for­zada—, pero ahora déjeme pasar.

Por fin, abre la puerta, pero ya no le queda tiempo.

—¡Oh, mira, mamá —dice el panadero—, el eclipse debe de haber terminado! Vuelve a salir el sol.

—Así es —dice Drácula cerrando de un portazo la puerta de entrada—. He decidido quedarme. Cierren todas las persianas, rápido, ¡rápido! ¡No se queden ahí!

—¿Qué persianas? —preguntó el panadero.

—¿No hay? ¡Lo que faltaba! ¡Qué par de...! ¿Tendrán al menos un sótano en este tugurio?

—No —contesta amablemente la esposa—. Siempre le digo a Jarslov que construya uno, pero nunca me presta atención. Ese Jarslov...

—Me estoy ahogando. ¿Dónde está el armario?

—Ya nos ha hecho esa broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo nuestro.

—¡Ay... qué ocurrencia tiene!

—Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y media.

Y, con esas palabras, el conde entra en el armario y cierra la puerta.

—Ja, ja...! ¡Qué gracioso es, Jarslov!

—Señor conde, salga del armario. Deje de hacer burradas.

Desde el interior del armario, llega la voz sorda de Drácula.

—No puedo... de verdad. Por favor, créanme. Tan sólo permí­tanme quedarme aquí. Estoy muy bien. De verdad.

—Conde Drácula, basta de bromas. Ya no podemos más de tanto reírnos.

—Pero, créanme, me encanta este armario.

—Sí, pero...

—Ya sé, ya sé... parece raro y sin embargo aquí estoy, encantado. El otro día precisamente le decía a la señora Hess, deme un buen armario y allí puedo quedarme durante horas. Una buena mujer, la señora Hess. Gorda, pero buena... Ahora, ¿por qué no hacen sus cosas y pasan a buscarme al anochecer? Oh, Ramona, la la la la la, Ramona...

En aquel instante entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por allí y habían decidido hacer una visita a sus buenos amigos, el panadero y su mujer.

—¡Hola, Jarslov! Espero que Katia y yo no te molestemos.

—Por supuesto que no, señor alcalde. Salga, conde Drácula. ¡Tenemos visita!

—¿Está aquí el conde? —pregunta el alcalde, sorprendido.

—Sí, y nunca adivinaría dónde está —dice la mujer del pa­nadero.

—¡Qué raro es verlo a esta hora! De hecho, no puedo recordar haberle visto ni una sola vez durante el día.

—Pues bien, aquí está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!

—¿Dónde está? —pregunta Katia sin saber si reír o no.

—¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Vamos! —La mujer del panadero se impacienta.

—Está en el armario —dice el panadero con cierta ver­güenza.

—¡No me digas! —exclama el alcalde.

—¡Vamos! —Dice el panadero con un falso buen humor mien­tras llama a la puerta del armario—. Ya basta. Aquí está el al­calde.

—Salga de ahí, conde Drácula —grita el alcalde—. Tome un vaso de vino con nosotros.

—No, no cuenten conmigo. Tengo que despachar unos asuntos pendientes.

—¿En el armario?

—Sí, no quiero estropearles el día. Puedo oír lo que dicen. Estaré con ustedes en cuanto tenga algo que decir.

Se miran y se encogen de hombros. Sirven vino y beben.

—Qué bonito el eclipse de hoy —dice el alcalde tomando un buen trago.

—¿Verdad? —dice el panadero—. Algo increíble.

—¡Dígamelo a mí! ¡Espeluznante! —dice una voz desde el ar­mario.

—¿Qué, Drácula?—Nada, nada. No tiene importancia.

Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no puede soportar esa situación, abre de golpe la puerta del armario y grita:

—¡Vamos, Drácula! Siempre pensé que usted era una persona sensata. ¡Déjese de locuras!

Penetra la luz del día; el diabólico monstruo lanza un grito desgarrador y lentamente se disuelve hasta convertirse en un esqueleto y luego en polvo ante los ojos de las cuatro personas presentes.

Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del panadero pega un grito:

—¡Se ha fastidiado mi cena!

domingo, 25 de abril de 2010

Poemas de Lawrence Ferlinghetti























Las olas rompen


Allen Ginsberg se está muriendo
dicen los periódicos
los noticieros
Un gran poeta está muriendo
Pero su voz
no morirá
Su voz está en la tierra
En Lower Manhattan
en su propia cama
está muriendo
No podemos
hacer nada
Está muriendo la muerte que todos mueren
Está muriendo la muerte que mueren los poetas
tiene un teléfono en la mano
y desde su cama en Lower Manhattan
llama a todos
Tarde en la noche
en todos los lugares del mundo
el teléfono suena
“Habla Allen”
dice la voz
“Habla Allen Ginsberg”
Cuántas veces han escuchado esa voz
en todos estos grandes años
No tendría que decir “Ginsberg”
En todo el mundo
en el mundo de los poetas
solamente hay un Allen
“Quería decirte” dice
Les dice lo que sucede
lo que se le viene
encima
La muerte la amante oscura
se le viene encima
Su voz viaja vía satélite
sobre la tierra
sobre el mar de Japón
donde un día él se alzó desnudo
tridente en mano
un hombre joven de barba negra
como un joven Neptuno
de pie en una playa de piedras
Hay marea alta y las aves marinas lloran
Las olas rompen contra él
y las aves marinas lloran
en la costa de San Francisco
Sopla un viento fuerte
hay olas enormes
azotando el Embarcadero
Allen está en el teléfono
su voz está en las olas
Yo leo un libro de poesía griega
en donde está el mar
y los caballos lloran
donde los caballos de Aquiles
lloran
aquí junto al mar
en San Francisco
donde las olas lloran
Hacen un sonido sibilante
profético
Allen
susurran
Allen


II

¿ Qué es ese esperma
que inunda el mundo
qué es ese esperma
que llena el vacío
serpenteando serpenteando?
Sólo son los humanos cogiendo querida
sólo los humanos cogiendo
¿ Y qué sucederá después mi querida
cuando existan diez por cada uno
y la humanidad esté en peligro ?
¿ Qué está diciendo ese Papa ?
¿ Qué es lo que dice todavía querida ?
¿ Qué es lo que dice ese Papa ?
Sólo repite lo que ha dicho siempre
lo que dijo en el año mil
cuando solo había un millón
de almas sobre la tierra
mi querida
Pero ¿ es que el Papa
no lee las noticias ?
¿ O es que ha dejado de contar ?
El sólo piensa en las almas mi querida
El sólo cuenta las almas mi querida
que nunca deben ser asesinadas querida
y que ahora son un billón de billones
y sumando
¿ Cómo solucionaremos este problema querida
cómo podremos solucionarlo alguna vez
si nuestro instinto básico
es procrear procrear procrear
con aquellos más queridos ?
¿ Y una mujer que no tiene niños
no es un fracaso ?
(¿ Para qué te casas
si no deseas tener niños ?
Apúrate por favor ya es tiempo )
¿ Y un hombre no es un fracaso querida
no deja de ser hombre un macho querida
si no puede hacer niños ?
Y dime ¿ No es todo nuestro deber todavía
mantener la raza humana en funcionamiento
mantenerla en crecimiento crecimiento crecimiento ?
Pero nosotros crecimos en los sesentas querida
crecimos en los sesentas querida
y "Haz el amor no la guerra"
fue nuestra consigna
Así que haz más el amor y haz menos la guerra
Haz más el amor pero no cojas no cojas no cojas
Haz más el amor a la Kundalini
con toda tu contenida pasión
Y recuéstate conmigo
ven recuéstate conmigo
toda la noche conmigo
bajo el castaño
en la tierra del halcón y la paloma
Ven recuéstate conmigo
toda la noche conmigo
bajo el castaño
toda la noche bajo el castaño
sin hacer el amor...


Constantemente arriesgando el absurdo

Constantemente arriesgando el absurdo
y la muerte
siempre que él se presenta
sobre las cabezas
de su audiencia
el poeta como un acróbata
escala sobre rimas
en una cuerda floja de invención propia
y balanceándose en miradas
sobre un mar de rostros
instala su camino
al otro lado del día
presentando entre chácharas
y trucos de pies
y las más altas teatralizaciones
y todo sin equivocarse
en nada
con lo que podría no ser.
Pues él es el súper realista
que está obligado a percibir
la dura verdad
antes de tomar un paso o postura
en el supuesto avance
hacia ese trapecio aún más elevado
donde la Belleza se para y espera
con gravedad
para dar su desafiante salto mortal
Y él
un pequeño hombre achaplinado
que puede o no atrapar
su forma eterna
extendida en el vacío aire
de la existencia.


El poeta como pescador

A medida que envejezco
percibo que la vida
tiene la cola en la boca
y otros poetas y otros pintores
ya no encarnan para mí
ningún tipo de competencia
El cielo es el desafío
el cielo
que aún debe ser descifrado
ese alto cielo
ante el que caen agobiados
los astrónomos
con sus grandes orejas electrónicas
ese cielo
que nos susurra constante
los secretos finales del universo
el mismo que respira
hacia adentro hacia afuera
como si fuera el interior de una boca
del cosmos
el mismo cielo
que es el borde de la tierra
y del mar también
el cielo
de voces múltiples y ningún dios
rodeando un océano de sonido
que devuelve ecos
como las olas
que estallan en el murallón
Poemas enteros
diccionarios completos
enrollándose
en la explosión de un trueno
Cada atardecer un cuadro instantáneo
cada nube un libro de sombras
a través de las que vuelan salvajes
las vocales de los pájaros
que llorarán repentinamente
Ese firmamento para el pescador
está despejado
a pesar de las nubes oscuras
Él lo observa
lo estima por lo que es:
el espejo del mar
a punto de precipitarse sobre él
en su bote de madera
al filo del horizonte oscuro
Nosotros lo imaginamos como un poeta
siempre cara a cara con la vieja realidad
donde los pájaros nunca vuelan
antes de la tormenta
No lo dudes
él sabe lo que caerá desde las alturas
antes de que amanezca
él es su propio vigía
en su embarcación
atento al sonido del universo
dando cuenta de las visiones
de la tierra de lo viviente
con su voz poderosa


La gata

La gata
se lame una pata y
se recuesta
en el hueco de la biblioteca
yace allí
largas horas
imperturbable como una esfinge
luego gira su cabeza
hacia mí
se incorpora
estira su cuerpo
me da la espalda
nuevamente lame su pata
como si el tiempo real
no hubiera pasado
Y no lo ha hecho
y ella es una esfinge
que posee los tiempos del mundo
en el desierto de su tiempo
Ella
sabe dónde mueren las moscas
puede ver fantasmas
en las partículas del aire
percibir sombras
en un rayo de sol
Ella oye
la música de las esferas
los sonidos que transmiten
los cables
en las casas
y también el zumbido
del universo
en el espacio interestelar
pero siempre
prefiere los rincones hogareños
y el ronroneo de la estufa

miércoles, 31 de marzo de 2010

El silencio también peca / Verónica Calderón


El documental Deliver us from evil (Líbranos del mal) fue estrenado en 2006. Cuenta la terrorífica historia del sacerdote irlandés Oliver O’Grady, que entre 1976 y 1993 violó a cientos de niños en cuatro parroquias católicas en California, Estados Unidos. Sus víctimas incluyen a un bebé de nueve meses. Fue condenado en 1993 a 14 años de prisión. Cumplió sólo siete. Actualmente vive en Irlanda, tras salir de la cárcel en libertad condicional en 2000. La cinta, nominada al oscar en 2007, es escalofriante. Pocas cosas asustan tanto como la realidad.

Y el caso de O’Grady es muy real. No sólo eso; difícilmente es un caso aislado. Los escándalos vinculados con la Iglesia católica son tan abundantes que cuesta trabajo llevar la cuenta. Tan sólo en este mes han trascendido acusaciones en Alemania, el país natal del actual Papa, Benedicto XVI. Algunos le implican en Munich, su propia arquidiócesis. En la sede papal, un ayudante y un miembro del coro del Vaticano fueron vinculados a una red de prostitución homosexual. Y el hermano del pontífice, el también sacerdote Georg Ratzinger, reconoció haber golpeado a alumnos de la escuela alemana en Ratisbona (Alemania), donde dirigía el coro. Sobra decir que ahí también se acumulan las acusaciones por pederastia y abusos cometidos por sacerdotes católicos.

Cuentan que el papa Pablo VI (1963-1978) llamaba “mi corona de espinas” a la carpeta que recogía las dimisiones y los reportes negativos de sacerdotes alrededor del mundo. No sería extraño pensar entonces que Benedicto XVI atraviesa el via crucis entero. Y quizá fue eso lo que quiso expiar cuando rompió el largo silencio que la cúpula católica ha mantenido sobre las acusaciones de abusos físicos y sexuales de sacerdotes acumuladas en estos años. Pero el motivo no fueron las denuncias que aparecen en su país, en Estados Unidos, en México, en España, en Brasil, en Austria, en Holanda… Su carta se refirió a los crímenes ocurridos en el país natal de O’Grady, Irlanda, donde el ministerio de Justicia difundió en noviembre del año pasado la colaboración de la policía y la Iglesia en el encubrimiento de centenares de crímenes.

La carta del Papa alemán acepta la existencia de los abusos y comparte “la desazón y el sentimiento de traición” de los afectados. Pero en ningún momento ofrece disculpas. Una semana después, el 23 de marzo de 2010, el obispo John Magee dimitió a causa de los escándalos. Magee, de 73 años, se había desempeñado como secretario personal de Paulo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Benedicto XVI ya había aceptado en diciembre la renuncia de Donald Brendan Murray, obispo de Limerick, también vinculado al escándalo.

Hay detalles repugnantes. Casos como el de un niño abusado por dos sacerdotes en distintas ocasiones. Un sacerdote cuenta sus víctimas por decenas. Y otro admite que cometía abusos hasta dos veces por semana. Las autoridades eclesiásticas, en el mejor de los casos, guardaron silencio. En otros, encubrieron a los responsables. Quizá una de las características que distingue el escándalo de la Iglesia católica irlandesa al de otras acusaciones similares es la abierta colaboración de la policía en el encubrimiento de los crímenes. El ministro de Justicia irlandés, Dermot Ahern, reprimió a la Garda Síochána (el nombre gaélico de la policía) por la cercanía “inapropiada” que mantenía con los jerarcas católicos. Una cercanía que resultó en silencio, uno que se mantuvo por décadas. Los informes registran a por lo menos 230 víctimas de abusos entre 1974 y 2004. No fue sino hasta 1995 que la arquidiócesis de Dublín denunció a la policía los primeros casos.

A los afectados, la disculpa papal les supo a poco. El influyente sacerdote irlandés Brian D’Arcy calificó la carta de “decepcionante”. El director del semanario Irish Catholic, Garry O’Sullivan, exigió que los obispos involucrados renunciaran a sus puestos. Andrew Madden, la primera víctima que llevó a la Iglesia a los tribunales irlandeses en 1995, dijo que dejaba en segundo plano la responsabilidad del Vaticano en los abusos y afirmó que la carta “no aborda el asunto con total seriedad”.

Y el asunto es serio. Los escándalos de pederastia relacionados con la Iglesia católica se han multiplicado en los últimos años. En México, el propio Marcial Maciel, fundador de Regnum Christi, fue acusado de abusos y es señalado como padre de por lo menos seis hijos. Eso sin mencionar su presunta adicción a la morfina; el mismo Maciel que era proclamado por Juan Pablo II como “un guía eficaz de la juventud”. Poco importaron las numerosas acusaciones que se acumulaban (y se siguen acumulando) en su contra. Los estadios llenos y la activa presencia de su orden en los círculos del poder en Roma valían para voltear la vista hacia otro lado. No fue sino hasta mayo de 2006 (un año después de la muerte de Karol Wojtyla) que Benedicto XVI le prohibió ejercer el ministerio y le ordenó llevar “una vida de oración y penitencia” que finalmente concluyó en enero de 2008.

Benedicto XVI admite “vergüenza y remordimiento” en cuanto al caso irlandés y reconoce fallos en la selección de candidatos al sacerdocio y la tendencia en ciertas sociedades a favorecer el clero. Pero señala que la modernidad, es decir “la rápida transformación de la sociedad”, es la mayor culpable de “los graves retos que enfrenta la fe”. Y éste es un argumento difícil de sostener cuando el primer escándalo por pederastia registrado en la Iglesia católica se remonta al siglo XVII. El fundador de la Orden de Clérigos Regulares Pobres, José de Calasanz (1557-1648) encubrió el abuso sexual de niños por los miembros de su orden. La orden fue clausurada por Inocencio X. El castigo duró relativamente poco. Fue subido a los altares en 1767.

domingo, 7 de marzo de 2010

domingo, 14 de febrero de 2010

Rimbaud por entregas: Uno

...

LOS SENTADOS

Picados de viruelas, cubiertos de verrugas,
con sus verdes ojeras, sus dedos sarmentosos,
la coronilla ornada de costras y de arrugas
cual las eflorescencias de los muros ruinosos.

En idilio epiléptico han logrado injertar
su osamenta a los grandes esqueletos oscuros
de las sillas; ni un día han podido apartar
los pies de los barrotes raquíticos y duros.

Con el temblor doliente de sapos que tiritan,
los vejetes están al asiento trenzados,
junto al balcón en donde las nieves se marchitan
o entra el sol que los pone tan apergaminados.

Y con ellos los sórdidos sillones condescienden;
cede la paja sucia cuando alguno se sienta;
las almas de los idos días de sol se encienden
en las trenzas de espigas donde el grano fermenta.

Y sus dedos pianistas van ensayando a solas,
debajo del asiento, redobles de tambor,
mientras oyen gotear las tristes barcarolas
y sus chollas oscilan con balances de amor.

¡No hagáis que se levanten! Sucede algo espantoso;
se yerguen y enfurruñan cual gatos acosados,
y entreabre sus omóplatos el berrinche rabioso
que infla sus pantalones con frunces ahuecados.

En la paredes dan son sus cabezas mondas
y arrastran los torcidos monstruosos piececillos.
Llevan unos botones como pupilas hondas
que fascinan las nuestras en los negros pasillos.

Invisible, su mano se complace, homicida.
Se filtra en su mirada el veneno feroz
de los ojos pacientes de la perra tundida,
y trasudamos, víctimas en el aprieto atroz.

Se vuelven a sentar; con los puños crispados
piensan en los que llegan y el reposo les quitan,
y bajo los mentones secos y desmedrados
los racimos de amígdalas se inflaman y se agitan.

Y al cerrar sus viseras el austero letargo,
en el ensueño abrasan sillas embarazadas
y ven proles o crías de asientos a lo largo
de mesas de despacho por ellas rodeadas.

Flores de tinta escupen comas igual que células
de polen, y los mecen tiernas y acurrucadas,
cual fila de gladiolos a un vuelo de libélulas
- y excítanles el pene espigas aristadas.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Una modesta proposición para impedir que los niños de los irlandeses pobres sean una carga para sus progenitores o para su país / Jonathan Swift

Es un asunto melancólico para quienes pasean por esta gran ciudad o viajan por el campo, ver las calles, los caminos y las puertas de las cabañas atestados de mendigos del sexo femenino, seguidos de tres, cuatro o seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna. Esas madres, en vez de hallarse en condiciones de trabajar para ganarse la vida honestamente, se ven obligadas a perder su tiempo en la vagancia, mendigando el sustento de sus desvalidos infantes: quienes, apenas crecen, se hacen ladrones por falta de trabajo, o abandonan su querido país natal para luchar por el Pretendiente en España, o se venden a sí mismos en las Barbados.

Creo que todos los partidos están de acuerdo en que este número prodigioso de niños en los brazos, sobre las espaldas o a los talones de sus madres, y frecuentemente de sus padres, resulta en el deplorable estado actual del Reino un perjuicio adicional muy grande; y por lo tanto, quienquiera que encontrase un método razonable, económico y fácil para hacer de ellos miembros cabales y útiles del estado, merecería tanto agradecimiento del público como para tener instalada su estatua como protector de la Nación.

Pero mi intención está muy lejos de limitarse a proveer solamente por los niños de los mendigos declarados: es de alcance mucho mayor y tendrá en cuenta el número total de infantes de cierta edad nacidos de padres que de hecho son tan poco capaces de mantenerlos como los que solicitan nuestra caridad en las calles.

Por mi parte, habiendo volcado mis pensamientos durante muchos años sobre este importante asunto, y sopesado maduradamente los diversos planes de otros proyectistas, siempre los he encontrado groseramente equivocados en su cálculo. Es cierto que un niño recién nacido puede ser mantenido durante un año solar por la leche materna y poco alimento más; a lo sumo por un valor no mayor de dos chelines o su equivalente en mendrugos, que la madre puede conseguir ciertamente mediante su legítima ocupación de mendigar. Y es exactamente al año de edad que yo propongo que nos ocupemos de ellos de manera tal que en lugar de constituir una carga para sus padres o la parroquia, o de carecer de comida y vestido por el resto de sus vidas, contribuirán por el contrario a la alimentación, y en parte a la vestimenta, de muchos miles.

Hay además otra gran ventaja en mi plan, que evitará esos abortos voluntarios y esa práctica horrenda, ¡cielos!, ¡demasiado frecuente entre nosotros!, de mujeres que asesinan a sus hijos bastardos, sacrificando a los pobres bebés inocentes, no sé si más por evitar los gastos que la vergüenza, lo cual arrancaría las lágrimas y la piedad del pecho más salvaje e inhumano.

El número de almas en este reino se estima usualmente en un millón y medio, de éstas calculo que puede haber aproximadamente doscientas mil parejas cuyas mujeres son fecundas; de ese número resto treinta mil parejas capaces de mantener a sus hijos, aunque entiendo que puede no haber tantas bajo las actuales angustias del reino; pero suponiéndolo así, quedarán ciento setenta mil parideras. Resto nuevamente cincuenta mil por las mujeres que abortan, o cuyos hijos mueren por accidente o enfermedad antes de cumplir el año. Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres nacidos anualmente: la cuestión es entonces, cómo se educará y sostendrá a esta cantidad, lo cual, como ya he dicho, es completamente imposible, en el actual estado de cosas, mediante los métodos hasta ahora propuestos. Porque no podemos emplearlos ni en la artesanía ni en la agricultura; ni construimos casas (quiero decir en el campo) ni cultivamos la tierra: raramente pueden ganarse la vida mediante el robo antes de los seis años, excepto cuando están precozmente dotados, aunque confieso que aprenden los rudimentos mucho antes, época durante la cual sólo pueden considerarse aficionados, según me ha informado un caballero del condado de Cavan, quien me aseguró que nunca supo de más de uno o dos casos bajo la edad de seis, ni siquiera en una parte del reino tan renombrada por la más pronta competencia en ese arte.

Me aseguran nuestros comerciantes que un muchacho o muchacha no es mercancía vendible antes de los doce años; e incluso cuando llegan a esta edad no producirán más de tres libras o tres libras y media corona como máximo en la transacción; lo que ni siquiera puede compensar a los padres o al reino el gasto en nutrición y harapos, que habrá sido al menos de cuatro veces ese valor.

Propondré ahora por lo tanto humildemente mis propias reflexiones, que espero no se prestarán a la menor objeción.

Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y no dudo que servirá igualmente en un fricasé o un ragout.

Ofrezco por lo tanto humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil niños ya calculados, veinte mil se reserven para la reproducción, de los cuales sólo una cuarta parte serán machos; lo que es más de lo que permitimos a las ovejas, las vacas y los puercos; y mi razón es que esos niños raramente son frutos del matrimonio, una circunstancia no muy estimada por nuestros salvajes, en consecuencia un macho será suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino; aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes en una comida para los amigos; y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta o de sal después de hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.

He calculado que como término medio un niño recién nacido pesará doce libras, y en un año solar, si es tolerablemente criado, alcanzará las veintiocho.

Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo tanto muy apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos.

Todo el año habrá carne de infante, pero más abundantemente en marzo, y un poco antes o después: pues nos informa un grave autor, eminente médico francés, que siendo el pescado una dieta prolífica, en los países católicos romanos nacen muchos mas niños aproximadamente nueve meses después de Cuaresma que en cualquier otra estación; en consecuencia, contando un año después de Cuaresma, los mercados estarán más abarrotados que de costumbre, porque el número de niños papistas es por lo menos de tres a uno en este reino: y entonces esto traerá otra ventaja colateral, al disminuir el número de papistas entre nosotros.

Ya he calculado el costo de crianza de un hijo de mendigo (entre los que incluyo a todos los cabañeros, a los jornaleros y a cuatro quintos de los campesinos) en unos dos chelines por año, harapos incluidos; y creo que ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de un buen niño gordo, del cual, como he dicho, sacará cuatro fuentes de excelente carne nutritiva cuando sólo tenga a algún amigo o a su propia familia a comer con él. De este modo, el hacendado aprenderá a ser un buen terrateniente y se hará popular entre los arrendatarios; y la madre tendrá ocho chelines de ganancia limpia y quedará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño.

Quienes sean más ahorrativos (como debo confesar que requieren los tiempos) pueden desollar el cuerpo; con la piel, artificiosamente preparada, se podrán hacer admirables guantes para damas y botas de verano para caballeros elegantes.

En nuestra ciudad de Dublín, los mataderos para este propósito pueden establecerse en sus zonas más convenientes, y podemos estar seguros de que carniceros no faltarán; aunque más bien recomiendo comprar los niños vivos y adobarlos mientras aún están tibios del cuchillo, como hacemos para asar los cerdos.

Una persona muy respetable, verdadera amante de su patria, cuyas virtudes estimo muchísimo, se entretuvo últimamente en discurrir sobre este asunto con el fin de ofrecer un refinamiento de mi plan. Se le ocurrió que, puesto que muchos caballeros de este reino han terminado por exterminar sus ciervos, la demanda de carne de venado podría ser bien satisfecha por los cuerpos de jóvenes mozos y doncellas, no mayores de catorce años ni menores de doce; ya que son tantos los que están a punto de morir de hambre en todo el país, por falta de trabajo y de ayuda; de éstos dispondrían sus padres, si estuvieran vivos, o de lo contrario, sus parientes más cercanos. Pero con la debida consideración a tan excelente amigo y meritorio patriota, no puedo mostrarme de acuerdo con sus sentimientos; porque en lo que concierne a los machos, mi conocido americano me aseguró, en base a su frecuente experiencia, que la carne era generalmente correosa y magra, como la de nuestros escolares por el continuo ejercicio, y su sabor desagradable; y cebarlos no justificaría el gasto. En cuanto a la mujeres, creo humildemente que constituiría una pérdida para el público, porque muy pronto serían fecundas; y además, no es improbable que alguna gente escrupulosa fuera capaz de censurar semejante práctica (aunque por cierto muy injustamente) como un poco lindante con la crueldad; lo cual, confieso, ha sido siempre para mí la objeción más firme contra cualquier proyecto, por bien intencionado que estuviera.

Pero a fin de justificar a mi amigo, él confesó que este expediente se lo metió en la cabeza el famoso Psalmanazar, un nativo de la isla de Formosa que llegó de allí a Londres hace más de veinte años, y que conversando con él le contó que en su país, cuando una persona joven era condenada a muerte, el verdugo vendía el cadáver a personas de calidad como un bocado de los mejores, y que en su época el cuerpo de una rolliza muchacha de quince años, que fue crucificada por un intento de envenenar al emperador, fue vendido al Primer Ministro del Estado de Su Majestad Imperial y a otros grandes mandarines de la corte, junto al patíbulo, por cuatrocientas coronas. Ni en efecto puedo negar que si el mismo uso se hiciera de varias jóvenes rollizas de esta ciudad, que sin tener cuatro peniques de fortuna no pueden andar si no es en coche, y aparecen en el teatro y las reuniones con exóticos atavíos que nunca pagarán, el reino no estaría peor.

Algunas personas de espíritu agorero están muy preocupadas por la gran cantidad de pobres que están viejos, enfermos o inválidos, y me han pedido que dedique mi talento a encontrar el medio de desembarazar a la nación de un estorbo tan gravoso. Pero este asunto no me aflige en absoluto, porque es muy sabido que esa gente se está muriendo y pudriendo cada día por el frío y el hambre, la inmundicia y los piojos, tan rápidamente como se puede razonablemente esperar. Y en cuanto a los trabajadores jóvenes, están en una situación igualmente prometedora; no pueden conseguir trabajo y desfallecen de hambre, hasta tal punto que si alguna vez son tomados para un trabajo común no tienen fuerza para cumplirlo; y entonces el país y ellos mismos son felizmente librados de los males futuros.

He divagado excesivamente, de manera que volveré al tema. Me parece que las ventajas de la proposición que he enunciado son obvias y muchas, así como de la mayor importancia.

En primer lugar, como ya he observado, disminuiría grandemente el número de papistas que nos invaden anualmente, que son los principales engendradores de la nación y nuestros enemigos más peligrosos; y que se quedan en el país con el propósito de entregar el reino al Pretendiente, esperando sacar ventaja de la ausencia de tantos buenos protestantes, quienes han preferido abandonar el país antes que quedarse en él pagando diezmos contra su conciencia a un cura episcopal.

Segundo, los más pobres arrendatarios poseerán algo de valor que la ley podrá hacer embargable y que les ayudará a pagar su renta al terrateniente, habiendo sido confiscados ya su ganado y cereales, y siendo el dinero algo desconocido para ellos.

Tercero, puesto que la manutención de cien mil niños, de dos años para arriba, no se puede calcular en menos de diez chelines anuales por cada uno, el tesoro nacional se verá incrementado en cincuenta mil libras por año, sin contar el provecho del nuevo plato introducido en las mesas de todos los caballeros de fortuna del reino que tengan algún refinamiento en el gusto. Y el dinero circulará sólo entre nosotros, ya que los bienes serán enteramente producidos y manufacturados por nosotros.

Cuarto, las reproductoras constantes, además de ganar ocho chelines anuales por la venta de sus niños, se quitarán de encima la obligación de mantenerlos después del primer año.

Quinto, este manjar atraerá una gran clientela a las tabernas, donde los venteros serán seguramente tan prudentes como para procurarse las mejores recetas para prepararlo a la perfección, y consecuentemente ver sus casas frecuentadas por todos los distinguidos caballeros, quienes se precian con justicia de su conocimiento del buen comer: y un diestro cocinero, que sepa cómo agradar a sus huéspedes, se las ingeniará para hacerlo tan caro como a ellos les plazca.

Sexto: esto constituirá un gran estímulo para el matrimonio, que todas las naciones sabias han alentado mediante recompensas o impuesto mediante leyes y penalidades. Aumentaría el cuidado y la ternura de las madres hacia sus hijos, al estar seguras de que los pobres niños tendrían una colocación de por vida, provista de algún modo por el público, y que les daría una ganancia anual en vez de gastos. Pronto veríamos una honesta emulación entre las mujeres casadas para mostrar cuál de ellas lleva al mercado al niño más gordo. Los hombres atenderían a sus esposas durante el embarazo tanto como atienden ahora a sus yeguas, sus vacas o sus puercas cuando están por parir; y no las amenazarían con golpearlas o patearlas (práctica tan frecuente) por temor a un aborto.

Muchas otras ventajas podrían enumerarse. Por ejemplo, la adición de algunos miles de reses a nuestra exportación de carne en barricas, la difusión de la carne de puerco y el progreso en el arte de hacer buen tocino, del que tanto carecemos ahora a causa de la gran destrucción de cerdos, demasiado frecuentes en nuestras mesas; que no pueden compararse en gusto o magnificencia con un niño de un año, gordo y bien desarrollado, que hará un papel considerable en el banquete de un Alcalde o en cualquier otro convite público. Pero, siendo adicto a la brevedad, omito esta y muchas otras ventajas.

Suponiendo que mil familias de esta ciudad serían compradoras habituales de carne de niño, además de otras que la comerían en celebraciones, especialmente casamientos y bautismos: calculo que en Dublín se colocarían anualmente cerca de veinte mil cuerpos, y en el resto del reino (donde probablemente se venderán algo más barato) las restantes ochenta mil.

No se me ocurre ningún reparo que pueda oponerse razonablemente contra esta proposición, a menos que se aduzca que la población del Reino se vería muy disminuida. Esto lo reconozco francamente, y fue de hecho mi principal motivo para ofrecerla al mundo. Deseo que el lector observe que he calculado mi remedio para este único y particular Reino de Irlanda, y no para cualquier otro que haya existido, exista o pueda existir sobre la tierra. Por consiguiente, que ningún hombre me hable de otros expedientes: de crear impuestos para nuestros desocupados a cinco chelines por libra; de no usar ropas ni mobiliario que no sean producidos por nosotros; de rechazar completamente los materiales e instrumentos que fomenten el lujo exótico; de curar el derroche de engreimiento, vanidad, holgazanería y juego en nuestras mujeres; de introducir una vena de parsimonia, prudencia y templanza; de aprender a amar a nuestro país, en lo cual nos diferenciamos hasta de los lapones y los habitantes de Tupinambú; de abandonar nuestras animosidades y facciones, de no actuar más como los judíos, que se mataban entre ellos mientras su ciudad era tomada; de cuidarnos un poco de no vender nuestro país y nuestra conciencia por nada; de enseñar a los terratenientes a tener aunque sea un punto de compasión de sus arrendatarios. De imponer, en fin, un espíritu de honestidad, industria y cuidado en nuestros comerciantes, quienes, si hoy tomáramos la decisión de no comprar otras mercancías que las nacionales, inmediatamente se unirían para trampearnos en el precio, la medida y la calidad, y a quienes por mucho que se insistiera no se les podría arrancar una sola oferta de comercio honrado.

Por consiguiente, repito, que ningún hombre me hable de esos y parecidos expedientes, hasta que no tenga por lo menos un atisbo de esperanza de que se hará alguna vez un intento sano y sincero de ponerlos en práctica. Pero en lo que a mí concierne, habiéndome fatigado durante muchos años ofreciendo ideas vanas, ociosas y visionarias, y al final completamente sin esperanza de éxito, di afortunadamente con este proyecto, que por ser totalmente novedoso tiene algo de sólido y real, trae además poco gasto y pocos problemas, está completamente a nuestro alcance, y no nos pone en peligro de desagradar a Inglaterra. Porque esta clase de mercancía no soportará la exportación, ya que la carne es de una consistencia demasiado tierna para admitir una permanencia prolongada en sal, aunque quizá yo podría mencionar un país que se alegraría de devorar toda nuestra nación aún sin ella.

Después de todo, no me siento tan violentamente ligado a mi propia opinión como para rechazar cualquier plan propuesto por hombres sabios que fuera hallado igualmente inocente, barato, cómodo y eficaz. Pero antes de que alguna cosa de ese tipo sea propuesta en contradicción con mi plan, deseo que el autor o los autores consideren seriamente dos puntos. Primero, tal como están las cosas, cómo se las arreglarán para encontrar ropas y alimentos para cien mil bocas y espaldas inútiles. Y segundo, ya que hay en este reino alrededor de un millón de criaturas de forma humana cuyos gastos de subsistencia reunidos las dejaría debiendo dos millones de libras esterlinas, añadiendo los que son mendigos profesionales al grueso de campesinos, cabañeros y peones, con sus esposas e hijos, que son mendigos de hecho: yo deseo que esos políticos que no gusten de mi propuesta y sean tan atrevidos como para intentar una contestación, pregunten primero a lo padres de esos mortales si hoy no creen que habría sido una gran felicidad para ellos haber sido vendidos como alimento al año de edad de la manera que yo recomiendo, y de ese modo haberse evitado un escenario perpetuo de infortunios como el que han atravesado desde entonces por la opresión de los terratenientes, la imposibilidad de pagar la renta sin dinero, la falta de sustento y de casa y vestido para protegerse de las inclemencias del tiempo, y la más inevitable expectativa de legar parecidas o mayores miserias a sus descendientes para siempre.

Declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no tengo el menor interés personal en esforzarme por promover esta obra necesaria, y que no me impulsa otro motivo que el bien público de mi patria, desarrollando nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún placer al rico. No tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo penique; el más joven tiene nueve años, y mi mujer ya no es fecunda.

Fuente: Swift, Jonathan. Ensayistas ingleses. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México.

sábado, 6 de febrero de 2010

Maese Mario Rivero

Mario Rivero


Antes de dedicarse a escribir y de que su obra lo consagrara como uno de los más importantes poetas de las últimas generaciones del siglo en Colmbia, probó muchas cosas y tuvo múltiples experiencias: voluntario en la guerra de Corea, cantante de tangos, actor de teatro, vendedor de libros y de arte; vivió su juventud en constante movimiento, deambulando por Centro y Suramérica, con incursiones a Europa, en calidad de expositor y guía de seminarios y excursiones artísticas. Contertulio de los cafés de intelectuales y artistas bogotanos, especialmente de El Automático, allí perfiló su definitivo destino poético, al lado de los "cuadernicolas" y sumándose a la naciente corriente de poesía urbana, que él llegó a imponer representativamente.

Director y fundador desde 1972 de la revista Golpe de Dados (según la Historia de la Poesía Colombiana publicada por la Casa de Poesía Silva en 1991, dio nombre a la generación de sus contemporáneos). Crítico permanente de artes plásticas, en revistas y periódicos. Su obra ha merecido numerosas e importantes distinciones, entre ellas: Premio Nacional de Poesía "Eduardo Cote Lamus" en 1972, mención internacional en La Habana, en 1973, por su libro Y vivo todavía. Condecoración en el Festival de Proartes en 1983. El grupo Ulrika de Bogotá le rindió homenaje en 1993. Premio Nacional de Poesía "José Asunción Silva" en 2001.

Libros: Poemas urbanos (1966); Noticiario 67 (1967); Y vivo todavía (1972); Baladas sobre ciertas cosas que no se deben nombrar (1973); Baladas -antología- (1980); Los poemas del invierno (1984); Mis asuntos (1986); Vuelvo a las calles (1989); Del amor y su huella (1992); Mis asuntos -antología- (1995); Los poemas de invierno (1996). Flor de pensa (1998), Porque soy un poeta -entrevista- (2000), Balada de la gran señora (2004).

Endecha

Estábamos perdidos
cuando nos encontramos
en aquel retraso de aeropuerto.

Yo estaba lleno de noche y de frío,
aunque había pasado tres días
en el "San Francisco",
con una muchacha de nalgas redondas.

Tu creíste que yo era un camionero.
Admiraste la vulgaridad de mi estilo
y me amaste por ello.
-No lo era.-

Yo creí que tú eras una princesa,
que arrastraba hasta mí su aburrimiento.
-Y es verdad.-

Como es verdad que seguimos estando perdidos.
Yo, por no poder soportar la realeza,
tú, por no saber nunca lo que estás haciendo.


La calle

Esta calle mi calle
se parece a todas las calles del mundo
uno no se explica por qué
suceden tantas cosas en un minuto
en una hora en doce horas
desde que el sol preña la tierra

Tiene puertas como bocas sin dientes
Las mujeres se asoman a las ventanas
y miran tan lejanamente...

Sobre un alambre en el que los días
hacen equilibrio cuelgan a secar
medias camisas y pantalones rotos

Tres mujeres con cara de pocos amigos
esperan el bus. son modistillas
que van a los talleres de la ciudad
a coser su miseria con una aguja de oro

La beata de enfrente
acaricia con uvas a un gato lustroso
y le dice "my darling"
mientras un estudiante regresa
a su cuarto de hotel
donde la cama en actitud de mujer pariendo
espera su saco de huesos
y colgado en la pared con una cinta
el retrato de la novia
que se ahorcó en sus trenzas
y ya tiene dos hijos parecidos
a su marido el boticario

Al final de la calle está la casa
del farolito rojo
a donde van prostitutas niñas
con pelo color de miel
y senos como dos monedas de centavo frías

Esta calle mi calle
se parece a todas las calles del mundo
se ven éstas cosas y otras cosas...


Cosas que pasan

Este hombre y esa mujer se conocieron cierto día
Sin duda el hombre sonrió a la mujer
sin duda le trajo flores
sin duda llegó a conocer su olor entre mil
y hasta olfatear su ropa interior
su brassière sus pantalones
tirados sobre la cama

Años después ella pasa con un gordo contoneo
envuelta en pieles emplumadas
Su perfume es el mismo barato y dulce
lo mismo ondula su grupa de sanguijuela encantadora
tiene en cambio los ojos turbios
como dos cuentas desteñidas de porcelana

El parece un hombre serio y sobrio
con su cuentica en el Banco y su "curriculumvitae"
no hay duda de que ha sabido ubicarse bien en el proceso
la mira la examina de una manera abstracta
como si examinara
una cosa vieja oxidada
a la brillante luz del sol
Parpadeando estúpidamente desde un lapso de olvido
y sombra y grasa...
Tiresias ciego adivino de mamas arrugadas
Todos somos él
-o algo parecido al menos-


Tango para “Irma la dulce”

I

Aquí estuvo
sacudida por el manoseo las habladurías
y los despertadores.
Aquí estuvo demasiado triste en el final.
Las palmas bajo la nuca y el pelo desparramado
agreste como barba de coco
mirándolo todo con simpleza y admiración
“cómo se ve que tú eres escritor” me dice
a media voz en la tiniebla de un cuarto con ginebra
estéreo
y flores de plástico de todos los colores.
Allí figuraban y no podían faltar claro esta
Sosa Benny More Gardel
los clásicos del tango y el bolero
y los otros
los Mozart y los Beethoven de siempre
en fin todo eso que uno no ha aprendido a sentir
pero que sí parece
lo único verdadero pulcro
adecuado
para evadir la brutalidad de los sucesos.
Yo estaba lejano triste tratando de animar
falazmente
la cansada sangre en las venas
y ella ancha casi tapando la cama
funcionando soberbiamente
con lo que se podría llamar su belleza
o sea su “verdad”
una cosa hecha de calor- poder- y- fuerza un desbordamiento
como una yegua blanca con sus patas traseras
bien abiertas
que se vuelven plateadas y empiezan a brillar
en un cabrilleo de luces
inestable
una rendija de luz en la persiana
que sube por sus piernas e impone a su cuerpo
una lividez de avena
y todo todo perdiendo la certeza y la eternidad
como si la luz estuviera de veras inventando
una forma nueva.
Ya la noche se había acabado
ella puso su mano en mi cara y dijo “soy una mujer cansada”
tan grata su mirada que me sentí ablandado
sin luchas
quise adelantarme empujar la persiana
admitir la franqueza del día
la circuntristeza
romper el espejismo el sortilegio engañoso
“por qué hablas así gatita esas son las cosas que dicen
las intelectuales neuróticas”
“lo sé pero créeme que hablo completamente en serio”
Y luego como la cosa más natural del mundo
“sé que el error está en mí misma”
llama “error” a su vida
y me contó de su marido músico
mafioso
chupando la trompeta como si fuera marihuana
hasta la madrugada
“no no es un programa estar sola todas las noches no creas”
y continuó hablando y vistiéndose un sostén modelo televisión y liguero negro]
y diciendo que “qué barbaridad” y que “qué tontería”
como respuesta a una pregunta conocida
a una inquisición cifrada
“sí creo que así es lo mejor”
agrega
“no hay complicaciones ni números de teléfonos ni cartas
de amor ni nada”
“me gusta la vida libre el cambio”
le digo
“le tengo un horror sagrado a las posesiones
y ahora ya sabes mi nombre y donde vivo para que se empiecen
a amarrar los nudos
para que todo se empiece a terminar”
Y le invento una historia mediocre
profundamente provinciana
o de la literatura considerada como la coartada perfecta
ella no lloró ni se rió
miró melancólicamente
frente a sí como si hubiera un vacío
evidentemente no conocía ni a Yago ni a Otelo ni a
“Chéspier”
y ni siquiera a Maupassant
y está ignorancia la conducía hacia la niñez
dulcemente
“El mundo es así” concluyo
como si ya me estuviese yendo lejos
de un mundo gentil y frío
y termino con un instantáneo “la gente”...
es la vaga palabra
en la que le he decretado
de pronto su fin.
Afuera en la tiembla – luz
las casa cerradas envueltas en un vapor esmerilado
un postigo
que se abre como un párpado y que luego se cierra
intento tocar de nuevo
su ombligo oloroso sus teticas apretadas forradas
bajo un dique
de botones y flecos
tratando de inventar el gesto la actitud la palabra
que diluya en un aire amable casual
la tristeza largalargalarga
de pozo ciego
el encantamiento muerto.
Pero hay que irse no podemos esperar demasiado
se cubrió con los vidrios oscuros
alta lejana ya yéndose
con su olor ruda-y-sal bajo las axilas del suéter
con su carne viva templada bajo la piel
con el amor...
“Llámame cuando quieras” me dijo a modo de despedida.
Sobre los árboles con hojas de pelusa plateada
comenzaba un cielo azul-bandera...


¿Qué corazón?

Quién conduce ahora,
sin mas compañía que la música,
por esa solitaria carretera,
¿Qué corazón?

¿Quién ama y fuma,
en habitaciones de motel, ahora?
Quién arrastra su desierto
por las vacías calles del centro,
¿un fantasma? ¿Un hombre?

Qué jazz – más allá del jazz –
en este viernes por la noche,
¿qué melancolía asciende?

¿Qué bebedores de alta noche,
ahogan la imposibilidad, doble,
de vivir y de morir?

¿Qué sombrío estampido, aquí, a dos pasos,
hace más abandonada aún la noche
las calles de Dios?

¿Qué adolescente mudo
se atraca ahora, de todas las drogas
de la soledad?

Y, ¿de quién el corazón
que ausculta la noche, las calles,
las habitaciones, los gritos
en la hora mas alta?

¿De qué poeta, metido
en su propia media-noche
en la oscuridad?


Secuencia urbana

Un día miramos
con más hambre
la corteza de un árbol
y el olor de la gasolina
es un buen olor.
Y no nos molesta
la economía de las monedas
vivimos un momento
infinito
cuando descubrimos
inapelablemente
que nos vamos a morir.

Entramos al cine
con el plan de arañarle
los muslos de la amiga
y sucede
que lo que vemos en el lienzo
nos hace llorar a los dos.

Se encienden las primeras luces
Banco de Londres Chicles Clark
National City Bank
detrás de la cortina
el hombre y la mujer se miran
y se ponen la última prenda.
Hay cara de fin en cada cosa
cuando se encienden las primeras luces.

El gamín irrumpe de pronto
por la puerta del bus
acosado como un ladrón.
Ofrece un rápido espectáculo
recoge unas monedas
y escondiendo el botín
en su chaqueta
escapa como un perro apelado
cuando lava del día
nos cubre
nos queda algo de su voz amigdalada
y un pedazo de su canción.

El tren avanza fatigado
como una tortuga
respirando humo y carbón
en tren será chatarra
todo será polvo y chatarra.

No me digan que vivir está mal
aunque algo nos venga desde el fondo.
No todos saben
lo que pasa en el día
estar vivo es una cita
frente a un mantel a cuadros
o decir vamos a la esquina
de los cacahuetes.
Es bueno sentarse a la sombra
en verano
a oír el martilleo de los latoneros
que trabajan sobre las barracas
a lo lejos.
Vivir está muy bien
pues no hay nada más bello
que un obrero mezclando cemento
una grúa en la tarde
o una puta joven
elástica
lavándose la boca
y soñando en su pueblo
perdido entre valles azules
y balsámicos.
O el viejo que va despacio
calle abajo
deteniéndose a menudo
y que lleva unidos por una cuerda
un sartal de peces rojos –dorados
y la tarde
la tarde hinchada de pitos y de pájaros
y un recuerdo
con olor a tabaco y madera.

domingo, 24 de enero de 2010

Los dos siglos de Camus / Bernard Henri Lévy


El 4 de enero de 1960, cuando el coche Facel-Vega de Michel Gallimard se choca contra un plátano entre Champigny-sur-Yonne y Villeneuve-la-Guyard, Albert Camus no tiene más que 46 años. Nos olvidamos siempre de lo joven que murió Camus. Nos olvidamos siempre de lo joven que era Camus. En 1960, todavía quedaba por vivir el triunfo y la agonía del gaullismo. Todavía quedaba por ver el Mayo del 68, en el que él no habría tenido más que 54 años y toda la oportunidad de asistir a la venganza completa de las tesis de El hombre rebelde. Es él, y desde luego no Raymond Aron, quien, diez años después, habría acompañado a Sartre al Elíseo a defender ante Giscard d'Estaing la causa de los boat people vietnamitas. Habría estado presente cuando la elección de François Mitterrand, habría dicho lo que pensaba -él, no su hijo- de la extraña religión cívica que es la religión del Panteón. Habría tenido 76 años en el momento de la caída de un comunismo que no habría contado, en el siglo XX, con un adversario más encarnizado ni más constante que él. Habría tenido 79 al comenzar la guerra de Bosnia y sus enfrentamientos fratricidas: ¿habría pensado en lanzar, como en el momento de la guerra de Argelia, uno de esos llamamientos a la tregua civil cuyo secreto poseía, o habría estado, sin matices, al lado de quienes apoyaban a los sitiados de Sarajevo contra los asesinos serbios? Soñamos con lo que el perdonavidas incansable de la "política del crimen", el analista de los mecanismos infernales que unían, en la "época de los asesinos", los "crímenes pasionales" y los "crímenes de la lógica", el "terrorismo de Estado" y el "terror irracional", habría tenido que decir ante el genocidio ruandés. Todavía hoy... Ya sé que René Lehmann, su médico, decía que sus pulmones estaban demasiado destruidos para que pudiera vivir mucho tiempo, pero ¿quién sabe? Hoy tendría siete años más que su amigo Jean Daniel. Tres menos que Claude Lévi-Strauss. Y podría muy bien estar presente para hacer una bella declaración, al día siguiente del fracaso de la cumbre de Copenhague, sobre el tema "salvar los cuerpos es hoy salvar la tierra". Pero bueno. Por desgracia, está muerto, murió el 4 de enero de 1960 en esa carretera, con el manuscrito de El primer hombre y La gaya ciencia en su cartera. Y el gran debate del momento, el único, era el de la guerra de Argelia.

¡Ah! La guerra de Argelia. Sé que es indignante, cuando uno es un escritor inmenso, el autor genial de El extranjero y La peste, uno de los últimos en pensar -y demostrar- que un intelectual tiene, no sólo el derecho, sino el deber de participar en todos los grandes combates que le impone su época (resistencia, militancia antiestalinista, lucha contra las dictaduras, todas las dictaduras, independientemente de su color o su estandarte), sí, sé que es indignante que a uno lo remitan siempre a este asunto de Argelia. Pero ¿qué se le va a hacer? Es verdad que un muerto es, para siempre, contemporáneo de sus últimos gestos, sus últimas palabras. Es verdad -es desconsolador, pero es verdad- que uno pertenece a su muerte como a su infancia. La muerte de Albert Camus es lo que es: contemporánea de esa maldita guerra de Argelia. ¿Y la última palabra de Albert Camus -quiero decir, la última de la que nos acordamos, la última que le une a la leyenda- es, lo queramos o no, esa famosa frase sobre la justicia y su madre pronunciada en Estocolmo, en una vaga conferencia de prensa ofrecida la tarde del día en el que iba a recibir el Premio Nobel? Durante mucho tiempo pensé que era una frasecita de esas que se le escapan a uno un día de hastío, porque ya no puede aguantar más la estupidez de las preguntas y porque no mide todavía el eco que las circunstancias otorgan, de pronto, a su voz. Hoy ya no estoy tan seguro de ello. Porque es una frase que pronuncia dos veces. Es decir, está la vez del Nobel. Y luego está esa carta a Amrouche, publicada como en apéndice a los Cuadernos, en la que, con calma, sin que ningún cretino le haya sacado de sus casillas, escribe: "Ninguna causa, aunque sea inocente y justa, me separará jamás de mi madre, que es la causa más importante que conozco en el mundo". Ahí, Albert Camus ratifica la frase. La piensa con detalle. En ese texto, Albert Camus dice por completo adiós a esta Justicia en sí, es decir, esta trascendencia de los valores y, para decirlo en una palabra, este universalismo que ha tratado de fundamentar durante su vida. "Actúa como si la máxima de tu acción pudiera erigirse, por voluntad tuya, en ley universal de la naturaleza". Ésa era la posición de Camus. El camusismo, y ésa era su virtud, quería ser un kantismo práctico. Y con la guerra de Argelia, se acabó. Es el primer plátano con el que se choca Albert Camus. Y es, se diga lo que se diga, su primer gran error político.

Volveré a este asunto de la guerra de Argelia. Pero, ya que estoy haciendo un retrato de Albert Camus, quiero aprovechar para abrir un paréntesis sobre su madre. Existen algunos retratos de madres, bien caracterizados, en la historia de la literatura. Por supuesto, cada madre es única. Para los escritores, como para los demás, ninguna madre se parece a ninguna otra. Pero la mala madre, no obstante, es un tipo bastante extendido (Folcoche, Vitalie Cuif alias La Rimbe...). La buena madre, lo mismo: amante y maravillosa (Romain Gary, Albert Cohen...). La madre proustiana, igual (el propio Proust, Barthes...). Ahora bien, con Camus, nos encontramos con un tipo especial, un ejemplar único, un animal sin especie: la madre de gran escritor que no sólo no escribe sino que no habla, no oye; la madre silenciadora y silenciosa, la madre cuyo vocabulario se reduce a 400 palabras, la madre cuyo hijo no supo jamás del todo si habían sido unas fiebres tifoideas de joven las que le habían causado esa dificultad del habla, o un tifus, o una conmoción cerebral tras el anuncio de la muerte de su marido, el padre del pequeño Albert, el 11 de octubre de 1914 en un campo de batalla de Bretaña. Hay que oír bien lo que dice ahí de su propia confusión el futuro premio Nobel de Literatura. Hay que tratar de imaginarse al niño, y después al joven, levantándose antes del alba para correr a la Escuela de la República, en la que descubre los recursos del Saber y los de los Libros. Y hay que imaginar, a su regreso, en el pequeño apartamento de la calle de Argel en el que la madre y sus dos hijos duermen en la misma habitación, a esa madre amada con un amor absoluto cuando, sea cual sea la razón, no es posible ni hablarle, ni entender lo que dice, es decir, comunicarse con ella. Se puede interpretar en el sentido que se quiera. Ahí está el principio de una relación con el lenguaje hecha de fe y desconfianza, gratitud y escepticismo, que será una de las características del camusismo. Y está una situación que, aunque sea de paso, y volveré también a ello, es exactamente la contraria de la situación de un Sartre, el niño maravilloso y nacido, como sabemos, en un auténtico baño de palabras.

Pero primero regresaré al asunto argelino. Después de aquella frase terrible, Camus decide callarse. Y, para explicar ese famoso silencio de Camus, existen dos grandes explicaciones clásicas. Si uno es anti-Camus, dice: "Es precisamente su situación, con su madre, su condición de pied-noir, la que le impide entender nada de lo que está sucediendo; por tanto, se queda al margen, completamente al margen de este gran acontecimiento de la historia del siglo XX que es la rebelión de los pueblos colonizados; si no habla es porque está derrotado, sobrepasado por una Historia frente a la que de pronto se vuelve extraño, apartado". Si uno es pro-Camus, dice: "Al contrario, lo comprende todo, absolutamente todo, incluso antes que el resto de los intelectuales, porque él, además, aprende a salir del maniqueísmo, a contar hasta tres; sabe que la inevitable descolonización dará a luz, también inevitablemente, regímenes tan dictatoriales o más que los anteriores a los que han sustituido, de forma que, si no habla de ello, si su último artículo en L'Express es, en plena guerra de Argelia, un extraño "agradecimiento a Mozart" que parece la única manera que ha encontrado de expresar, por última vez, su resistencia y sus luchas, de decir que su vida se encuentra justificada, no es porque se sienta sobrepasado, sino porque es un adelantado, va un paso por delante de sus contemporáneos, y para expresar lo que él prevé no existen palabras. La proposición número 1 es injusta, por supuesto: porque, ¿cómo convertir en militante de la Argelia francesa o -como decía Albert Memmi en un artículo en La Nef- en "colonizador humanista" al autor de los admirables reportajes sobre la miseria en la Cabilia, que son lo más poderoso que se ha escrito, junto con el Viaje al Congo de Gide, en materia de anticolonialismo? Pero la proposición número 2 tampoco es acertada, porque desprecia una multitud de declaraciones en las que él explica -con un desconocimiento radical, por una vez, de lo que, en el colonialismo, constituía el sistema- que los únicos beneficiarios auténticos del colonialismo, los únicos que merecen el epíteto infamante de colonialistas, son los "grandes" colonos y sus "socios" en la metrópolis, es decir, las doscientas y pico familias en Argelia y en Francia que extraen pingües beneficios del régimen. ¿Entonces? Entonces, la verdad se encuentra entre los dos extremos. Y, sobre todo, creo que, en el sueño camusiano de una fraternidad entre "indígenas" y "blanquitos", de un Estado binacional que se ahorre los sufrimientos y los dramas de la independencia, hay la huella de una ingenuidad, es decir, de un optimismo, es decir, de una falta de sentido de lo Trágico, que es otra característica del espíritu de Camus.

¿Qué? ¿Camus, sin sentido de lo Trágico? ¿Cómo puede usted decir eso, cuando, si existe un filósofo en el siglo XX que ha tenido sensibilidad para lo Absurdo, es decir, para la Finitud y, por tanto, si las palabras tienen un significado, para lo Trágico de la condición humana, si existe un filósofo que, desde El mito de Sísifo hasta La caída, no ha dejado de insistir en la irresoluble contradicción entre el deseo humano de "transparencia" y el "silencio irrazonable del mundo", si existe un escritor que, ante las ruinas de Tipasa, ante su belleza en principio sosegada, ante sus arcos inclinados que se derrumban suavemente, ve un desgarro irremediable que le hiere y le rebela, es él, Albert Camus? Pues sí, a pesar de eso. Porque, para empezar, Absurdo no es Trágico. Y, sobre todo, aparece inmediatamente, de verdad inmediatamente, otro Camus; hay un Camus en Las bodas y, en particular, Las bodas en Tipasa, que se recupera y propone que el desgarro no es un desgarro sin remedio, ni el silencio del mundo, eterno, ni la contradicción, insuperable; hay un segundo Camus, coextensivo del primero, encerrado en los mismos textos, que apuesta por la unidad, la fusión; como dice en El primer hombre, por "la inocencia" de todas las cosas. Un Camus solar. Un Camus de luz y calor. Un Camus que filosofa sobre el "cuerpo desnudo", todavía "perfumado con las esencias de la tierra", que va a "sumergirse en el mar" templado para "lavar" aquellas en el cristal de este último. Un Camus que sueña con un abrazo, una armonía casi carnal de los elementos. Un Camus que proyecta reunir, "labio contra labio", esta "tierra" y este "mar" y, ya puestos, este "cielo", que suspiran unos por otros desde hace tanto tiempo. Un Camus, en una palabra, seguidor de lo que llama el pensamiento del Sur y que, tanto en el orden humano como en el de la naturaleza, sólo deja constancia de lo Trágico para superarlo inmediatamente y plantear que el espíritu alcanza un punto en el que las contradicciones del mundo, sus incomposibilidades, sus desavenencias y conflictos, se resuelven milagrosamente. Optimismo ontológico. Naturalismo lírico. Llamaradas que son siempre abrazos y se encaminan siempre en el sentido de lo mejor e incluso del Bien. Ésa es la razón, dicho sea de paso, de que Camus, enseguida, es decir, mucho antes de lo que se cree y de lo que sin duda pensaba él mismo en el momento de escribir en Alger Républicain de la publicación de La náusea, se enzarzara en una lucha a muerte con un tal Jean-Paul Sartre.

Porque estamos llegando al asunto de Sartre. También aquí somos un poco injustos. También esto es un poco extraño. Creo que podríamos interesarnos un poco más, por ejemplo, por las relaciones de Camus con Mauriac: esa magnífica polémica, en el momento de la liberación, a través de Le Figaro y Combat, entre el defensor de la caridad y el de la justicia que, poco a poco, y no sin honradez, se inclinará hacia la caridad. O con Breton: el extraño ataque, en El hombre rebelde, y luego en los anexos a la segunda respuesta a Breton, contra un surrealismo reducido, prácticamente, a la famosa frase sobre "el acto surrealista más simple", que consistía en "bajar a la calle, con la pistola en la mano, y disparar al azar contra la gente". O con Malraux: su encuentro en 1938, en un cine del barrio de Belcourt en el que el coronel rojo acaba de celebrar un mitin antifascista; la forma que tiene Camus, desde la época de la Brigada Alsacia-Lorena, de poner humildemente Combat, el periódico que dirige con Pascal Pia, al servicio de ese hombre glorioso que le llevaba unos años; o la famosa frase, murmurada a la menuda estadounidense Patricia Blake, el día del anuncio del Nobel, de que "es Malraux quien debería haberlo obtenido... tú lo sabes bien, Malraux ...". Creo que, cuando queremos esbozar un retrato exacto del primer gran intelectual francés que instruyó un proceso sin reservas contra la violencia revolucionaria y el mesianismo asesino, deberíamos interesarnos más por sus relaciones con Merleau-Ponty: porque es con él con quien tiene el desacuerdo fundamental, sobre este punto y a partir de Humanismo y Terror; es con él, más que con Sartre, con quien vive el verdadero conflicto sin vuelta atrás; y es él, Merleau-Ponty, quien, en 1946, cuando Les Temps Modernes publica 'Le Yogi et le Commisaire', es decir, el primer capítulo del libro, provoca la primera tempestad y la primera indignación de un Camus al que se verá una noche, en casa de los Vian, llegar casi a las manos con el autor de un texto en el que no logra ver más que una justificación cautelosa, laboriosa y miserable de los siniestros procesos de Moscú. Pero en fin. Así son las cosas. La vida de los escritores se escribe también a sus espaldas. Y es un hecho que, cuando se habla de Camus, se piensa ante todo en Sartre; y que esa disputa, su disputa, esa "otra forma de vivir juntos sin perderse de vista" que llamamos disputa, es la única desavenencia entre escritores que posee, como tal, la dignidad de un acontecimiento perteneciente a la historia filosófica y literaria, hasta tal punto que es también, por la fuerza de las cosas y para bien o para mal, un elemento constitutivo del retrato de Albert Camus.

¿Para bien? Lo que nos dice, por una parte, sobre la ferocidad, la mala fe de sus adversarios, pero también, por otra, sobre la maravillosa personalidad de Albert Camus. Cómo le tratan los amigos de Merleau... Su condescendencia arbitraria... Su desprecio, apenas disfrazado, por el "golfillo de Argel, tan divertido, tan truhán" (Sartre, Situaciones, X)... El hecho de que Sartre, su amigo, no se digne empuñar la pluma y haga el encargo a un tal Francis Jeanson, que, en esa época, al margen del respeto que puedan inspirar sus futuros empeños, no es más que un segundo espada... La brutalidad del propio Jeanson, que, cuarenta años después, cuando voy a entrevistarle a Burdeos para un documental sobre la historia de los intelectuales, persiste, lo firma e incluso añade una apostilla sobre esa "manera de juzgar las cosas a partir de cierta indiferencia mediterránea"... Las frases hirientes de Sartre cuando, tras la respuesta de Camus, se decide por fin a bajar a la arena, con qué crueldad ("no me atrevo a proponerle que se remita a El ser y la nada, su lectura le parecería inútilmente difícil"), con qué perfidia ("es posible que haya sido usted pobre"), con qué conciencia de lo que va a hacer daño (todo el fragmento sobre los conocimientos "de segunda mano" y esa "manía" "de no recurrir a las fuentes")... Y luego, por su parte, Camus, con ese candor, esa nobleza, esa incredulidad herida, esa forma -como dice María Casares a Octavio Paz- de vagar por la casa como un toro herido. El texto de Sartre le deja sin voz. Literalmente sin voz. Una palabra, en sus Cuadernos, sobre la "deslealtad" del antiguo "amigo". Otra sobre su "pillería" de gran señor y hombre malvado que encarga a su mayordomo que le dé una paliza, como hizo el duque de Rohan con Voltaire. Otra más sobre esa "denuncia del hermano" que, años después, todavía le asfixia. Y luego, La caída, donde por fin responde, años más tarde, y a través de la ficción, a través del retrato de Clamence, el juez penitente que pone la palabra "libertad" al servicio de sus "deseos" y su "fuerza". La nobleza de Camus. La bondad de Camus. La desesperación de un Camus que sólo quiere admirar, que siempre ha considerado que el ejercicio de la admiración era el equivalente a una estancia en el paraíso terrenal y que descubre, de pronto, la fuerza de un odio del que no entiende, de pronto y como siempre, ni los motivos ni lo que está verdaderamente en juego.

Para bien, asimismo, incluso para mejor: el aspecto ideológico del caso. Su trasfondo propiamente político. Porque, por mucho que se diga que, en esta disputa, hay un lado personal, pasional, de hombre a hombre. Por más que el propio Sartre haya escrito, en sus Cartas del castor, que estaba harto de ver cómo ese "golfillo argelino" gustaba a todas las mujeres que se cruzaban en su camino y había seducido a Wanda, la hermana de Olga, hasta casi "apagarla". Por más que imaginemos, entre los dos hombres, todas las figuras impuestas por el gran ballet fálico del que los intelectuales se escapan tan poco como los demás y para el que Camus siempre estuvo un poco demasiado dotado. Hay un trasfondo político en el asunto. Y, en el orden del trasfondo, el sartriano que llevo dentro de mí sufre por tener que estar de acuerdo con ello, y el propio Sartre acabará por no estar en desacuerdo: es Camus quien tiene razón; es Camus quien acierta; esta vez, están del lado de Camus el rigor, la valentía y la presciencia. Para decirlo en una palabra, o dos, es Sartre el que entonces inventa la terrible teoría de que no hay que desesperar al obrero inoculándole una dosis demasiado fuerte y mortal de verdad. Y es Camus el que, por el contrario, elabora los conceptos y las fórmulas con los que va a poder contar, en Europa en general y en Francia en particular, el antitotalitarismo de los años cincuenta y posteriores. Basta ya, viene a tronar, de teorías terribles que distinguen entre los muertos "buenos" y "malos". Basta de la obscenidad que permite a unas "conciencias" que nunca han sufrido otro mal que el de "poner su sillón en el sentido de la Historia" designar a "víctimas sospechosas" y "verdugos privilegiados". Y, contra el socialismo cesariano, contra la raza despreciativa de los grandes duques de la Revolución, contra la idea misma de la Revolución y los paranoicos que se convierten en sus siervos, viva la humildad o, mejor aún, el espíritu de responsabilidad de quien comprende, como ya lo había dicho en La peste, que hay más cosas "admirables" que "despreciables" en los seres humanos y que, por tanto, es posible intentar cambiarlos pero sin correr el riesgo, jamás de los jamases, de romperlos. ¿Qué otra cosa dirán, quince años más tarde, los nuevos filósofos? ¿Qué otra cosa dice Czelslaw Milosz cuando sale de la Polonia comunista, y a quien, por cierto, Camus es el único que le tiende una mano para ayudarle? Y toda la filosofía de los derechos humanos, el principio mismo de una izquierda moderna, desengañada y, por qué no, melancólica, ¿acaso no están ahí y, en parte, fundados ahí?

Pero, por desgracia, está también el "para mal". O, para ser más precisos, está el aspecto metafísico de las cosas, en el que es Sartre quien toma la delantera y Camus, por consiguiente, quien se queda atrás. Hay un texto de Kojève -otro de esos coetáneos fundamentales con los que lleva a cabo durante toda su vida, y quizá más que con Sartre, un auténtico diálogo silencioso-, que es contemporáneo de las Bodas, porque está en la Introduction à la lecture de Hegel, y que dice que, en el fondo, no existen más que dos grandes temperamentos filosóficos. Están los filósofos que piensan que la naturaleza es, si no mala, al menos hostil; que el papel del discurso filosófico es transformar esa hostilidad diciéndole no a la naturaleza; es decir, están los filósofos que se separan del mundo, le declaran una especie de guerra y oponen a su orden mudo una palabra que lo domina y, al dominarlo, lo trastoca y lo desmiente. Y están los filósofos que, por el contrario, dicen sí a la naturaleza; están las filosofías cuyo principio y fin consiste en bendecirla; hay toda una tradición de pensamiento que asegura que la naturaleza es buena, muy buena, que es preciso seguirla para ser feliz y que el ser humano se define, ante todo, por el lugar que ocupa en ella, así como por la intensidad del consentimiento con el que la ocupa. No sé en qué pensaba Kojève al escribir estas líneas. Pero, para mí, es evidente. El símbolo de la primera actitud es el protestante Jean-Paul Sartre enzarzado en su cuerpo a cuerpo grandioso, que sabe perdido de antemano, contra el Mal en este mundo. Y el prototipo de la segunda es el bendecidor Albert Camus, con su fe en esa "buena naturaleza" que, al final de El extranjero, tras el diálogo con el capellán, acaba por entrar en Meursault como una "marea" maravillosa y pacífica. Camus el griego. Camus el pagano. Camus que, a veces, dice que no se consuela porque ya no hay Delfos en los que iniciarse. Camus que, a menudo, dice que no acepta en el cristianismo la hipótesis del pecado original ni, por tanto, del Mal radical. Camus que, desde su primer texto, Métaphysique chrétienne et néoplatonisme, dedicado a la relación entre esos dos grandes "africanos" que son, en su opinión, Plotino y san Agustín, toma partido por el primero, o, más exactamente, por lo que subsiste del primero en el segundo. Esta metafísica es respetable. ¿Pero es la que mejor se ajusta al espíritu de rebelión? ¿Puede un antitotalitarismo coherente no estar en discrepancia con el Todo? ¿Y no es necesario, para salvar los cuerpos, empezar por distanciarse de este mundo que los atormenta? Se puede tener la política justa, pero sin la filosofía que la acompaña. Se puede tener razón sobre el Gulag, pero sin los instrumentos teóricos que permitirían llevar hasta el extremo su visión. He pensado muchas veces en la pareja Camus-Sartre como una especie de águila de dos cabezas en la que una proporciona a la otra la filosofía que le faltaba y la otra, a la primera, la política para la que habría podido servir de fundamento.

Entonces, ¿es un filósofo para los estudiantes de bachillerato? Ésa es la fastidiosa reputación que persigue a Camus, precisamente, desde el anatema lanzado por Sartre y los sartrianos. Pero no me parece que tenga fundamento. Porque una cosa es decir que no tiene la filosofía de su política y que es Sartre quien, paradójicamente, dispone quizá de esa filosofía, y otra, muy distinta, decir que no tiene ninguna filosofía; y me parece lamentable, en tantos y tantos ignorantes que no tienen ni idea de lo que quiere decir filosofía, la repetición pavloviana del estribillo, que suena como un eterno suplicio, una degradación póstuma, una voluntad de humillar que no ha apagado ni la propia muerte: "¡Filósofo para los estudiantes de bachillerato! ¡Filósofo para los estudiantes de bachillerato!". Para empezar, Camus es filósofo de formación. Si no es catedrático, si no hace en Argel las famosas oposiciones que quizá le habrían ganado el respeto de los señores de la calle de Condé, es porque, roído por la tuberculosis, no puede obtener el certificado de buena salud que la República, en esa época, exigía a sus futuros profesores. Y, en cuanto a los conocimientos "de segunda mano", en cuanto a la supuesta "superficialidad" de sus lecturas, la honradez más elemental nos obliga a decir dos cosas. Primera: eso es tan poco cierto de él como de Sartre, del que lo mínimo que se puede decir es que él también se sitúa en la categoría de lector pirata, a veces plagiario, que sobrevuela los textos, los inspecciona, saca de ellos las armas que necesita, y solamente ésas, en su prolongada guerra contra la injusticia, la opresión, el Mal: un tal Heidegger no le envía a paseo el día que comprende, en 1946, el uso, cuando menos insolente, que está haciendo de su Carta sobre el humanismo... Y en segundo lugar, una lectura, incluso rápida, de sus cuadernos, sus notas, de alguna carta a Francine, o a Brisville, o a Claude de Fréminville, en las que pide que le envíen con urgencia, a Lourmarin o a algún otro sitio, una edición de Hegel o de Spinoza, muestra que tiene tanta preocupación como otros de remitirse siempre a los textos originales. Se puede, una vez más, discutir su filosofía. Se puede considerar por lo menos rápido, por ejemplo en El hombre rebelde, el atajo que le hace ver en los jóvenes inventores rusos del "terrorismo individual" a los "hermanos de los trágicos estudiantes de Lautréamont", que recurren al "pensamiento alemán" para "encarnar en la sangre sus consecuencias". Y se puede observar que no es el último que confiesa, por ejemplo, a Servir, en 1945: "Yo no soy filósofo; no creo suficientemente en la razón como para creer en un sistema". Tengo la convicción de que no es ni más ni menos filósofo, justamente y de la misma forma, que Sartre.

Por otra parte, seamos exactos. Un filósofo es alguien que -como mínimo- fabrica, produce, crea conceptos. Y no podemos negarle esa preocupación a Camus. No podemos negarle ni ese talento ni esa capacidad técnica. Basta un solo ejemplo: el del "historismo" al que somete a proceso en el El hombre rebelde y, aquí y allá, en su respuesta a Francis Jeanson. ¿Qué es el "historismo"? Es el estado de ánimo, dice, del que dice sí a la Historia. O mejor dicho: es la actitud de esa categoría muy particular de esclavos para quienes la historia es su amo, la figura que representa lo Absoluto y la Ley. O mejor todavía: es la metafísica, implícita o explícita, de quien se conforma con un mundo en el que las "señales" se convierten en "fines"; en el que se sustituye "el más allá" por el "más tarde"; y en el que los valores no valen -sigue siendo Camus quien habla- más que cuando triunfan. Jean Daniel, en su Avec Camus, narra la indignación de su amigo, un día, cuando él le destacó que la independencia de Argelia era irremediable. ¿Qué?, protestó Camus. ¿Irremediable, dice? ¿Cómo es posible que esa palabra salga de la boca de un periodista o de un intelectual apasionado de la verdad? ¿Y acaso la tarea de pensar no comienza precisamente con el esfuerzo de oponer, a la supuesta irremediabilidad de las cosas, la sagrada libertad de los hombres? Es evidente que esta protesta es también prueba, por desgracia, de su falta de sentido de lo Trágico y del error que, en esas circunstancias, se deriva de ella. Soy el primer convencido de que Camus se equivoca cuando, en otros textos del mismo cariz, atribuye al judeocristianismo esa visión de una Historia que impone sus decretos ineluctables. Y sigue siendo cierto que esa condena del historismo no coincide siempre con su propia metafísica de los esponsales entre el ser humano y la tierra; sin duda, la gran contradicción que atraviesa y desgarra su obra. Pero que estamos ahí ante un concepto me parece indudable. Y francamente... ¿Está mucho peor formado, ese concepto, que el de "historicismo" en el famoso artículo Qu'est-ce qu'un collaborateur, en el que Sartre se olvida casualmente de extender al estalinismo esa manía de colaborar con la Historia que él señala y describe de forma admirable? ¿Es menos poderoso, contiene menos verdad, que el concepto de "dictadura de la Historia", en el que Levinas, también en ese momento, ve el principio y el fin del totalitarismo, pero sin sacar las mismas consecuencias prácticas, las mismas máximas que Camus? ¿Y el uso que hace él de Heidegger en El mito de Sísifo para intentar salir de la contradicción (parte fundamental de su concepto de "historismo") que le hace resistirse a los dictados de la Historia pero consentir los de la naturaleza, es mucho menos culto que el de la mayor parte de sus contemporáneos?

Un filósofo es alguien que -otra definición mínima- hace gestos filosóficos. No podemos negarle tampoco esa afición a Camus. Ni tampoco el poder y los conocimientos que le permiten poner en práctica esa afición. Una vez más, me limitaré a un ejemplo: el trabajo que lleva a cabo, desde El mito hasta La caída, sobre la figura de Nietzsche. ¿Cuál es ese trabajo? Es el trabajo que parte de una fascinación por la obra y por el nombre; que comienza, por ejemplo, en Turín, en la Via Carlo Alberto, donde, el 24 de noviembre de 1954, acude en peregrinación y recuerda, con el corazón encogido, la visita de Overbeck a su amigo "loco de delirio" que "se arroja a sus brazos llorando"; es el trabajo que consiste en reconstruir a un Nietzsche rehabilitado de su locura (porque remite a la medida griega), rectificado de su crueldad (porque parte de la fidelidad a la tierra para concluir que no hay que añadir a las injusticias de la naturaleza las que fabrica la perversidad de los hombres), vuelto hacia lo positivo (de ahí el "buen nihilismo", del que dice, en la carta a Francis Ponge del 23 de enero de 1943, que es lo que vendrá "después del Absurdo" y "más allá" de él) y puesto en práctica (ese "amor fati puesto en movimiento" que es la gran lección de las notas del Cuaderno VIII sobre la última visita a Turín). Podemos discutir este trabajo sobre el nombre de Nietzsche. Podemos -y es mi caso- pensar que comparte la tentación pagana que aparece en Las bodas y es una constante de su obra. Hablando desde el punto de vista técnico, no es un trabajo peor elaborado que el trabajo de Sartre cuando construye para su propio uso, en la época de La náusea, un nietzscheismo sinónimo de individualismo, romanticismo, soledad altiva. Ni que el gesto de Bataille y sus amigos del Collège de Sociologie cuando, en la época del grupo Contre-attaque y de la sociedad secreta Acéphale, proponen una Réparation à Nietzsche que pretende arrebatárselo a los nazis, pero no sin correr el riesgo, en ocasiones, de un peligroso abordaje con ellos. También aquí nos gustaría evitar el tono defensivo de "reparación dedicada a Camus", pero el prejuicio está tan enraizado, el cliché está tan vivo, el oprobio es tan duradero, que no resisto la tentación de señalar que, en la romería que constituye en la segunda mitad del siglo XX el nombre de Nietzsche, el guiso camusiano no tiene peor aspecto ni menos sabor que los demás.

Lo que es cierto, en cambio, es que Camus es, y lo reconoce, un filósofo de un género particular. Es un filósofo que se ríe de los filósofos que ceden al academicismo, la pompa, la oscuridad (véase en la nueva edición de las Oeuvres complètes en La Pléiade, esta pieza inédita, firmada con el seudónimo de Antoine Bailly y escrita probablemente en 1947, titulada L'Impromptu des philosophes, que consiste en un largo diálogo molieresco y muy divertido entre Monsieur Vigne y Monsieur Néant). Es un filósofo que considera desde el primer día, es decir, desde su colaboración en Alger Républicain, que el periodismo es un género filosófico de pleno derecho (no lo expresa con esas palabras, pero ¿qué está diciendo sino eso cuando, en el número de Combat del 8 de septiembre de 1944, propone la fórmula de "periodismo crítico"? ¿Y cuando, ocho días antes, el 1 de septiembre, califica al periodista "crítico" de "historiador cotidiano" cuya "primera preocupación debe ser la verdad"?). Es un filósofo que hace teatro y que, en "esta historia de grandeza narrada por dos cuerpos" en la que se apoya, según él, la esencia de ese teatro, ve otra manera de desarrollar la misma aventura del pensamiento (¿habría hecho teatro, habría escrito y dirigido, sin la presencia constante en él y allí de su querido Nietzsche?). Y es un filósofo que no se conforma con escribir novelas y ve en ese género la vía suprema, por una vez, de la filosofía ("sólo pensamos en imágenes, si quieres ser filósofo escribe novelas", dice en 1936 en el Cuaderno 1; y en su artículo de 1938 sobre La náusea, "una novela no es nunca más que una filosofía puesta en imágenes", de forma que, "en una buena novela, toda la filosofía está en las imágenes"; y después, todavía más tarde, en el Cuaderno 5: soy ante todo un "artista"; quien filosofa es el artista que tengo dentro; y la sencilla razón es que "pienso de acuerdo con las palabras y no con las ideas")... Un filósofo artista. Un filósofo que toma de todas partes las armas que necesita. Un filósofo que, además, nunca ha separado su vida de su aventura intelectual y, por tanto, siempre ha ejercido el doble juego de una vida escrita y unos libros intensamente vividos. Este tipo de filósofo inventa una actitud al mismo tiempo que produce una obra. Es autor de un estilo antes que de un sistema. ¿Pero no es ésa, según sus queridos griegos, la propia definición de la filosofía? ¿No es la imagen suprema de una disciplina que no se atribuía entonces más fin que el de decir bien cómo vivir bien y cómo vivir según el Bien? A ese Camus, ese moralista del que el mismo Sartre elogia, cuando muere, "su humanismo testarudo, estricto y puro, austero y sensual", se le quiere como a un hermano, un hermano pequeño, eternamente joven desde ese día de enero de 1950 en el que el Facel Vega hiere definitivamente un plátano que deja de ser, de pronto, un plátano de papel. Energía y honradez. Verdad y, cuando es preciso, indignación. Otro maestro. Un maestro muy joven. Imposible, incluso y sobre todo cuando se es sartriano, tener razón contra Camus.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. Bernard-Henri Lévy (Béni-Saf, Argelia, 1948) es autor, con Michel Houllebecq de Enemigos públicos, que sale a la venta el día 14. Traducción de Jaime de Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2010. 320 páginas. 19 euros.

Fuente: Diario el País de 9 de enero del 2010.